Enojado el nuevo rey de Egipto porque los hijos de Israel
eran fecundos y muy numerosos, dijo a su pueblo: «El pueblo de los hijos de
Israel es más numeroso y fuerte que nosotros. Procedamos astutamente con él
para que no se multiplique; no suceda que, en caso de guerra, también se una a
nuestros enemigos, luche contra nosotros y se vaya del país». Así, impuso a los
hijos de Israel los más duros trabajos. Pero cuanto más los oprimían, más se
propagaban, provocando la alarma entre los egipcios. El rey de Egipto se
dirigió a las parteras de las hebreas diciéndoles: «Cuando asistáis a las mujeres
hebreas a dar a luz y veáis en la silla de parto que es niño, matadlo; pero si
es niña, dejadla vivir». Pero las parteras temían a Dios y no hicieron como el
rey de Egipto les ordenó, dejando con vida a los niños varones. El rey de Egipto
hizo llamar a las parteras y les preguntó: «¿Por qué habéis dejado con vida a
los niños varones?». A lo que las parteras respondieron: «Las mujeres hebreas
no son como las egipcias. Ellas son vigorosas y dan a luz antes de que llegue a
ellas la partera». Dios favoreció a las parteras, dándoles también a ellas su
propia familia, y el pueblo siguió multiplicándose y se fortaleció. Entonces el
Faraón ordenó a todo el pueblo: «Echad al Nilo a todo niño que nazca, pero a
toda niña conservadle la vida».
Cierto hombre de la tribu de Leví, hijo de Israel que entró
en Egipto con Jacob, tomó por esposa a una mujer levita. Esta dio a luz un niño
hermoso y lo escondió durante tres meses. Sin poder ocultarlo más, fabricó un
cestillo con juncos, lo recubrió con brea y pez, y lo depositó entre los juncos
a la orilla del Nilo.
La hija del Faraón, que había bajado al Nilo para bañarse,
mientras sus doncellas se paseaban por la ribera, vio el cestillo entre los
juncos y envió a una sierva que lo recogiese. Al abrirlo, vio al niño y
escuchando su llanto se compadeció y dijo: «Este es un niño de los hebreos».
Aconsejada por una doncella hebrea, la hija del Faraón hizo llamar a una nodriza
para que lo criase diciéndole: «Llévate a este niño y críamelo. Yo te lo
pagaré». Así, el niño fue criado por su madre. Cuando el niño creció, la madre
se lo llevó a la hija del Faraón quien le puso de nombre Moisés, diciendo: «Porque
de las aguas lo saqué». Cierto día, cuando Moisés había crecido, fue ante sus
hermanos y los vio en sus duras tareas. Observando a un egipcio que golpeaba a
uno de sus hermanos hebreos, miró a uno y otro lado, y al no encontrar a nadie,
mató al egipcio y lo escondió en la arena. Al día siguiente salió otra vez, y
se encontró a dos hebreos peleando y, dirigiéndose al culpable dijo: «¿Por qué
golpeas a tu prójimo?». Y él le respondió: «¿Quién te ha puesto a ti por jefe y
juez sobre nosotros? ¿Acaso piensas matarme como mataste al egipcio?». Entonces
Moisés tuvo miedo y pensó: «Ciertamente el asunto ya es conocido». Cuando el
Faraón se enteró de este hecho, procuró matar a Moisés. Pero Moisés huyó de la
presencia del Faraón.
Moisés huyó del
palacio y se fue a vivir a la región de Madián durante 40 años criando ovejas.
La vida de los israelitas se hizo más cruel y tenían que hacer trabajos más
duros. Los israelitas gritaban y pedían ayuda a Dios: «¡Dios de nuestros
antepasados, por favor, sálvanos!». Yahvé se le apareció a Moisés en forma de llama
de fuego y escuchó su voz. «¡Moisés, Moisés! Claramente he visto cómo sufre mi
pueblo en Egipto. He escuchado sus gritos de ayuda. Ve, pues, a Egipto y
libéralos del poder de los egipcios». Junto con su hermano Aarón partió para
Egipto. Cuando llegaron a Egipto, les dijo a los israelitas: «Vamos de Egipto a
Canaán. Dios está con nosotros». Ellos creyeron en las palabras de Moisés y le
siguieron. Así que Moisés y Aarón fueron a decirle al faraón que dejara marchar
a los israelitas, a lo que este se opuso. Entonces Dios envió diez plagas a Egipto
(sangre, ranas, piojos, moscas, plaga en el ganado, granizo, úlcera, langostas,
tinieblas, muerte de los primogénitos) y finalmente el faraón avino a que se
marcharan de su país, pero, en realidad, ordenó al ejército que los persiguiera
y castigara.
En su huida, los israelitas se encontraron frente al mar
Rojo. Ya se veían sin salida cuando Moisés extendió su brazo sobre el mar, y
Yahvé envió un fuerte viento y dividió el mar en dos. Así los israelitas,
guiados por Moisés, consiguieron atravesar el mar Rojo, librarse de la
persecución y de la esclavitud de los egipcios, y llegar a Canaán, a la Tierra
Prometida.
Del
Éxodo, 2.
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